La cultura del metro

Emprender un camino tiene el único fin de llegar a alguna parte, lo que se ve y se oye, mientras sucede, no está en los planes de nadie.

Hasta quien sale de paseo sin destino específico, tendrá como fin regresar a su casa.

Cierto es que algunos trayectos suman características que podrían ocasionalmente servir, en medio del camino, una tienda o un restaurante, supone la compra de antojos o enseres para la casa o el trabajo pero no son el objetivo.

Lo que no se necesita se desvanece.

Así, resulta lógico e infinitamente útil hacer los trayectos en el menor tiempo posible.

Quizá de esta manera lo concibió un abogado inglés que vivió en el siglo XIX.

Se llamaba Charles y se apellidaba Pearson, sin ser ingeniero, urbanista ni experto en la movilidad de las personas, durante dos décadas insistió ante el parlamento en la necesidad de construir un tren subterráneo que ayudara a librar el infernal tránsito de las calles londinenses.

Finalmente hizo valer su idea y en 1863, Londres se convirtió en la primera ciudad del mundo en tener un metro.

Algunas ideas son exclusivas pero una vez expuestas, tienden a convertirse en patrimonio público.

Nueva York y Estambul secundaron a Londres en la implementación del mismo transporte, el cual llegó a la ciudad de México hasta 1966.

El metro es un vendedor de tiempo disfrazado de transporte, ofrece a bajo costo, ganar tiempo al tiempo que cada quien canjea, según convenga, por lapsos más extensos para dormir, comer, convivir, trabajar o entretenerse.

Los gobiernos de las ciudades saben que este servicio es indispensable para mayor bienestar de sus ciudadanos, sin embargo, requiere de ingeniería pura, en el más estricto sentido de los términos.

Un armatoste como el metro, a pesar de su tamaño, ha de ser veloz y escurridizo, a fin de que se deslice dónde casi nadie lo ve, bajo tierra o en vías elevadas.

La complicación es mayúscula, el uso rudo, intenso, el desgaste inevitable y el mantenimiento imperioso.

Tan rápido como tumultuoso, así es el metro y en esa proporción parecen resultar sus fallas.

Los accidentes de distintos metros del mundo han derivado en víctimas mortales como si de pronto este transporte se cobrara los beneficios que cotidianamente ofrece.

Una parte de la vida diaria sucede en las entrañas del metro, aunque sea un periodo de espera, sucede.

Cada metronauta camina por sus pasillos y sube al vagón para que este lo aproxime al punto más cercano a su destino y las autoridades del metro, cómo signo de civilidad, se han ocupado en organizar exposiciones artísticas en los pasillos de las estaciones, acción plausible, sólo que no se ha actuado en el mismo sentido para fomentar una cultura del buen uso de este transporte.

Cualquier puerta de los vagones del metro está destinada para entrar o salir sin tomar en cuenta que la movilidad de las personas se conduce mejor si una puerta sirve para entrar y otra para salir.

El piso de los vagones podría tener una cuadrícula que indicara un espacio para cada quien, a fin de que las personas no se apilen solo en los extremos sino que ocupen todas las áreas posibles, incluso la parte central que casi siempre queda desocupada.

Parece incongruente que las autoridades se ocupen por ofrecer un producto depurado de la cultura como el arte sin que se ocupen de generar una cultura práctica que permita el uso óptimo de los espacios.

El metro de la Ciudad de México lo utilizan alrededor de 5 millones de personas diariamente, 5 pesos el costo del boleto, supone el ingreso aproximado de 25 millones de pesos al día

¿Suficiente para que se implemente todo lo que requiere su funcionamiento a la perfección y sin margen de falla?

Todo depende de sus gastos y costos, sin embargo, no suena viable una empresa que gaste más de lo que gana.

Sería ideal que se especificara en un reporte puntual, el ingreso exacto del metro y como se utiliza.

¿Qué puede hacer con su presupuesto una empresa a la que ingresan 25 millones de pesos diarios?

La respuesta debe ser tan clara y exacta como la pregunta.

¿Quién la responde?

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Autor: Miguel de la Cruz

Miguel de la Cruz, el único periodista de cultura con una trayectoria de más de 30 años en televisión. Egresado de la Licenciatura en Comunicación por la Universidad Autónoma Metropolitana y colaborador de Canal Once desde diciembre de 1989 hasta la fecha. Recibió el Premio Nacional de Periodismo Cultural por parte de la Universidad Autónoma de Yucatán y la plataforma de periodistas culturales Manos libres en el marco de la Filey y el Premio de Periodismo Cultural Fernando Benítez que entrega la Universidad de Guadalajara en la Feria Internacional del Libro de esa ciudad.

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